En el momento de su incorporación a la edad adulta, volvían a ser tiempos revueltos en el reino de Castilla. La muerte de Sancho IV en 1295 dejaba la corona en manos de un niño, el pequeño Fernando IV; y por doquier prosperaban los abusos de poder. En ese contexto Rodrigo Álvarez, convertido en el más poderoso señor del territorio asturiano, permaneció fiel a la causa del joven rey, pero a cambio de sucesivas recompensas. Si su patrimonio era grande, en los primeros años del siglo XIV incorporará una riqueza mucho mayor, a saber la jurisdicción sobre numerosos concejos y villas. Con ello Rodrigo Álvarez se convertía en el señor de aquellos territorios, con capacidad para nombrar a los oficiales municipales, de recaudar impuestos –los maravedís anuales de los que ya hemos hablado- y de convocar a los hombres al ejército. Así pasaron a sus manos los puertos de Llanes, Ribadesella y Gijón, y la puebla de Colunga o el
concejo de Siero, donde él mismo promoverá la constitución de la villa. Y también el
concejo de Cabranes, que al menos desde 1304 funcionaba ya como entidad municipal independiente en la que estaba asentado un notario público.
La relación de Rodrigo Álvarez con Cabranes se extendía, además, a la propiedad de distintos bienes repartidos por su territorio. Y aunque no se ha conservado una relación completa de sus propiedades, a través del testamento que otorgó en 1331 y de otros documentos conservados sí es posible hacerse idea, por un lado, de la extensión de su riqueza, y por otro del interés de sus devociones. En estas destaca el interés, común en los testamentos de la época, por los hospitales de leprosos. La última voluntad del de Noreña recoge una extensa relación de establecimientos benéfico-asistenciales a los que gratificó al fin de sus días, y entre ellos se cita expresamente la malatería de
Guardo, a la que legó la no pequeña cantidad de cuatrocientos maravedís aclarando que los dirigía a los lazrados de Buardo, que es en Cabranes.
Por lo que se refiere a sus propiedades rústicas, el testamento ya citado y otros documentos dan buena cuenta de sus intereses en la zona, y en concreto en
Camás. Un diploma del año 1314 procedente del archivo del monasterio cisterciense de Valdediós declara cómo, en ese año, se anudaron las relaciones entre los monjes y el magnate. Don Rodrigo se había destacado como defensor del monasterio, y pensaba en él como el lugar donde habrían de reposar sus restos para siempre. Por eso pedía que a su entierro se celebrase una solemne ceremonia y que cada año, en su aniversario, los monjes fuesen en procesión con agua bendita sobre lo que sería su sepulcro. Con las rentas que dejaba debía comprarse la comida del monasterio para ese día, que incluyese pan, vino y pescado. Además, exigía que cada día perpetuamente un monje misa de difuntos por su alma en el altar mayor de Santa María de Valdediós, y asimismo se rezasen otras dos misas en su recuerdo, igualmente cada día. Después don Rodrigo mudaría de opinión y su cuerpo terminó sepultado en el ovetense monasterio de San Vicente. Pero de su antiguo deseo quedó un revelador testimonio sobre la
historia de
Camás.