Cabranes

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BARÓN DE CABRANES, El.

 
Tiene la suerte, el barón de Cabranes, de ser un personaje literario, quizá exclusivamente literario, pues ningún documento de los archivos de Santolaya, Torazo, Fresnedo, Niao, Valbuena y otros pueblos del concejo de Cabranes da fe de la realidad histórica de tal barón. Nace, no se sabe cómo, en la imaginación de Leopoldo Alas, que le atribuye un papel secundario pero bien real en el famoso cuento largo o novela corta El cura de Vericueto, salido a luz por primera vez, en ocho entregas, del 14 de abril al 22 de diciembre de 1894, en la revista festiva Madrid Cómico.
Lo recoge Leopoldo Alas en Cuentos morales (Madrid: La España Editorial, 1896), donde El cura de Vericueto abre la colección, después de un prólogo, en el que define las orientaciones estéticas y éticas que le mueven. Lo que ahora le interesa (“más que nunca”) es el hombre interior: “No es lo principal, en la mayor parte de estas invenciones mías, la descripción del mundo exterior ni la narración interesante de vicisitudes históricas, sociales, sino el hombre interior, su pensamiento, su sentir, su voluntad”. Cada cuento es, en efecto, resultado de una distanciación irónica y de una coincidencia empática, característica fundamental del estilo clariniano y marca de su genio.
 No se sabe hasta qué punto la realidad no literaria inspiró a Clarín en la plasmación de este personaje. ¿Qué representaba para él el nombre de Cabranes? ¿Por qué en 1884, en el V Folleto literario, A O,50 poeta, le dio el apellido de Cabranes al campesino erudito del concejo de Carreño, a ese don Mamerto, vecino y amigo suyo, especie de Diógenes o de “Campesino del Danubio”, capaz de redactar en verso una epístola crítica dirigida al “medio” poeta Manuel del Palacio? A estas preguntas sin respuestas se antepone una certeza: el barón de Cabranes, en la ficción clariniana, está claramente relacionado con el epónimo del concejo, que así pasa de realidad histórica a realidad literaria. Es una suerte para dicho barón y subsidiariamente para el concejo de Cabranes. ¿Quién puede dudar de que la buena literatura sea una garantía de posteridad? El magistral de Vetusta, don Fermín de Pas, sigue más vivo, y seguirá siéndolo, que cualquier decimonónico prelado de carne y hueso del cabildo catedralicio de Oviedo. La sombra de don Quijote seguirá por los siglos de los siglos iluminando el boquete de la manchega cueva de Montesinos…
Asentadas estas inconcusas verdades, hay que seguir la narración clariniana enfocada para el caso en el espacio y en el personaje de Cabranes.
El cuento El cura de Vericueto es un relato en forma autobiográfica, de tono irónico salpicado de tal cual nota lírica, y que mezcla elementos reales con otros probablemente imaginados, pero bien armonizados para conseguir un total “efecto de realidad”.
 
Durante el verano de 1894, Leopoldo Alas, en su quinta de Guimarán, se recrea un día con la contemplación de las lejanas montañas que cortan el horizonte de oriente y se le vuelve a la memoria la imagen del cura que vive en aquellas sierras y de quien le habló el joven, listo y “profundo mentecato” Hidalguillo, presentándole como un “Harpagón de misa y olla”. “En una de las estribaciones del cordal de Suaveces estaba Vericueto, el lugar que daba nombre a la parroquia de mi señor cura.” Y nace el deseo de visitarle. Toma el tren, luego un mal caballo le lleva por cañadas peligrosas y por las cuestas del cordal de Suaveces hasta dar con el pueblo de Antuña, donde lo recibe el, a pesar de todo, simpático Hidalguillo. Al día siguiente, los dos emprenden la marcha toda cuesta arriba hasta encontrar al cura de Vericueto, ya viejo y enfermo, recluido en su destartalada casa donde todo es ruina y miseria. Tomás Celorio, así se llama, es un personaje truculento, obsesionado hasta más no poder por el ahorro, y que desde luego tiene fama de avaro empedernido. Tan sublime es su afán de peluconas que nace en el relato una espera de explicación. El cura socarrón sabe mantener el suspenso y parece reírse de la broma post morten que les está preparando a Hidalguillo y a todos los demás.
Efectivamente, el testamento que deja es, en medio de una autobiografía completa, una confesión de su secreto y un mea culpa. Hace unos veinte años, era Celorio un párroco que una vez vencida la lujuria podía vivir en paz consigo mismo si no se hubiera entregado en cuerpo y alma al vicio del juego, hasta una fatal noche en la que se enfrentó con … el barón de Cabranes.
 El barón de Cabranes “me interesaba a mí —escribe Celorio— por su buena figura, aristocrática de veras, aunque melancólica y algo delicadilla, y sobre todo porque sabía de él desgracias análogas y aun superiores a las mías. Muerto su padre, había quedado a la cabeza de una numerosa familia en que abundaban las señoritas, que no se casarían jamás por falta de dote y sobra de necesidades ficticias; eran nobles y no eran ricos, iban camino de la ruina […] Era el de Cabranes joven muy afable, siempre triste y taciturno… y jugaba como un desesperado, no al tresillo, que no sabía, sino en cuanto se ponía el cobertor (costumbre misteriosa) para los juegos de azar o de envite”.
Durante la interminable noche, hubo varias alternativas. La suerte le fue primero favorable a Celorio hasta ver que su ganancia era muy superior a lo que tenían los Cabranes “con qué satisfacer la deuda […] sin que por eso dejasen de tenerla por sagrada”.
Después de algunos coqueteos de la suerte, se invierte la rueda de la fortuna, y el cura pierde y pierde también bajo palabra. “El barón, radiante de alegría, con la generosidad poco segura de los afortunados, daba a entender muy discretamente que estaba dispuesto a creer en mis riquezas fiduciarias como yo había creído en las suyas.”
Cuando salió el sol “desaparecieron los naipes, se retiró el cobertor, se abrieron los balcones, entró la claridad del día a borbotones y con las sombras desapareció la pesadilla. Pero quedaba la realidad de que parecía acordarme yo solo. Debía al barón de Cabranes miles de duros”.
“No tengo con qué pagar, decían mis ojos, pero debo. […] Debo…, luego pago…, aunque no tenga. Dios no hace milagros con el dinero, que es vil, y menos a favor de los jugadores; pero un hidalgo como yo, aunque sea cura, paga, paga…” “El barón sonreía […], pero bien comprendí que no se negaría a cobrar todo lo que yo pudiera pagarle.”
 
Y pagó el cura Tomás Celorio, recluido en su parroquia de Vericueto, encaramada en un “cordal” del concejo de Cabranes. Pagó hasta las últimas semanas de su vida. Hasta poder exclamar: “¡No debo nada a nadie…! Ni al barón de Cabranes, que a estas horas, con la venta de lo poco mío y lo ya cobrado año tras año, tiene al fin en su poder todos los miles de duros que me ganó en aquel terrible desquite de la terrible noche en que tal vez yo gané el infierno. Iré acaso al infierno, pero iré sin trampas; como un mal sacerdote, y como un buen caballero”.
Ocurre a menudo que la ficción supera la realidad. Gracias a Clarín, gracias a su picante y sabroso relato, han pasado a una forma de historia imperecedera el cura de Vericueto y el barón de Cabranes.
Bibliografía: Clarín, Leopoldo Alas, Narraciones breves, ed. Yvan Lissorgues, Madrid, Anthropos, 2000, pp. 226-265; Narrativa breve. Obras completas, tomo II, Oviedo, Ediciones Nobel, 2004 (Y. L.).

 
 

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