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PENAL DE OCAÑA.

 
María Josefa Canellada fue autora de una única novela, Penal de Ocaña (finalista del Premio Café Gijón en 1954), que no se publicó —por motivos de censura y sólo con algunas supresiones— hasta 1964. La primera edición completa, con prólogo de Alonso Zamora Vicente, es de 1985. De haberse podido leer a mediados de los cincuenta, se habría apreciado mejor su originalidad, asentada principalmente en la forma elegida, la construcción de la figura protagonista y la interpretación que se ofrece de la guerra civil, sustancia narrativa sobre la que discurre.
Penal de Ocaña narra, en forma de cuaderno de diarios, la experiencia de María Eloína Carrandena como enfermera en dos hospitales de sangre, Madrid y Ocaña, desde el 2 de octubre de 1936 hasta el mismo día del año siguiente. A las páginas del cuaderno se añade una comunicación de la 50 Brigada Mixta del Estado Mayor de 30 de noviembre de 1937 y una nota de la autora en la que informa de la desaparición de María Eloína, de la inutilidad de los esfuerzos realizados para encontrarla y de la ejemplaridad de su existencia (“Sin gloria, sin llegar a héroe, sin una palabra de agradecimiento póstumo de rojos ni de blancos, dio la pujanza de sus veinte años a la gesta blanca de los que son capaces de moral y no sólo de aventura”). En varias entradas del diario, además, se transcriben, se extractan o se citan una serie de cartas de y para la protagonista.
Asimismo, se evocan en la obra algunos episodios relevantes de la contienda (la toma de Oviedo o la destrucción de la Ciudad Universitaria) y algunos personajes históricos (el general Miaja), que actúan como telón de fondo que conecta la ficción novelesca con la realidad que le confiere credibilidad y sostiene su trasfondo autobiográfico, pues Canellada se nutre de su propia experiencia como enfermera durante la guerra. Los numerosos personajes que pueblan las páginas de la novela, apenas esbozados, forman la maraña humana sobre la que se alza la figura de la protagonista y representan diversas manifestaciones de la inmoralidad, la envidia, el egoísmo, pero también la solidaridad, la fraternidad, la compasión. La guerra está presente, pues, en toda su magnitud de acontecimiento histórico, pero sobre todo en su humildad intrahistórica, a través de María Eloína y de todos esos otros personajes que, pese a su bajo perfil psicológico, destilan siempre una rotunda humanidad y dan fe del peso de la existencia individual en el carrusel de la vida colectiva, sometida al tráfico deshumanizador de la guerra.
María Eloína carece de filiación ideológica, proyecta a su alrededor una mirada sin prejuicios y proclama la insensatez y el despropósito de la contienda. La guerra es una “sacudida brutal” que “ha venido a revolverlo todo”, y el sinsentido es general, con independencia de las ideas (“¿Qué importan las naciones, ni los Gobiernos, ni las formas diversas de esos mismos Gobiernos? ¿Qué es un partido político más o menos que otro? ¿Qué puede tener que ver todo eso con que se nos mate así a lo mejor de los nuestros?”).
 
El ejercicio de autoanálisis que practica la protagonista tiene, como claves, la apuesta por la acción (“No es hora de esperar, sino de hacer”) y un crecimiento interior amparado en la entrega a los demás (“No puedo cruzarme de brazos ante todo esto que pasa”), en el progresivo desprendimiento de lo accesorio (“Hay que reducir todo a lo imprescindible”) y en el encierro en uno mismo (en “el caparazón de mi bata blanca”), sin que falten los momentos de desánimo y de angustia, provocados por la “certeza desesperante de que, pase lo que pase, todo esto no servirá para nada”. Canellada hace oscilar a su personaje entre el entusiasmo y el desencanto, pero lo que permanece incólume es la fe en Dios. Hay en Penal de Ocaña un humanitarismo cristiano que corrige lo que, desde otra perspectiva, podrían resultar planteamientos existencialistas, a los que, sin embargo, no es inmune la novela, escrita en los años de expansión de esa filosofía. De hecho, la peripecia de María Eloína podría ser muestra de lo que Emmanuel Mounier denomina “la vida expuesta”, que Gemma Roberts (Temas existenciales en la novela española de postguerra) sintetiza así: “La acción se convierte en aprendizaje que pone al hombre frente a sí mismo y le obliga a tomar una decisión responsable”. Esa fe inquebrantable se manifiesta en los pequeños gestos cotidianos lo mismo que en el enjuiciamiento de la tragedia colectiva y en la verbalización del proceso de introspección que experimenta (“Es una maravilla esto de sentirse sola, libre, en el campo desierto, hasta sin sembrar, cerca de Dios y lejos de todo… He de aceptar todo lo que Dios me depare, tranquila y alegre”).
Debe destacarse la habilidad con que Canellada maneja los dispositivos formales que ha elegido para articular la obra. Fragmentándose en una sucesión de breves secuencias narrativas, el diario traza un argumento ordenado linealmente y con final abierto. Por su parte, las cartas dan entrada a distintas voces con sus específicos registros idiomáticos, constituyen un vínculo de comunicación con el mundo exterior y convergen con las anotaciones del cuaderno en la exploración de la conciencia de la protagonista. El lenguaje es sobrio, sin concesiones retóricas, aunque adquiere por momentos unas tonalidades líricas que expresan de forma idónea los momentos de ensoñación, exaltación o desconsuelo.
Con estos soportes, se construye una narración que, según el acreditado lector de la obra que fue Alonso Zamora Vicente, “supo trascender los supuestos políticos de la contienda para derivarlos a una reflexión que, individualizada, sí, acaba por ser universal: la responsabilidad ante el hombre mismo, cualquiera que fuere su personal actitud.” Como Francisco Ayala en La cabeza del cordero, Canellada ha querido mostrarnos —y lo ha hecho con acierto— cómo se vivió “la guerra civil en el corazón de los hombres” (L. S. T.).

 
 

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